En el mundo de fantasía de algunos legisladores, la población disfruta pagando impuestos y no toma ninguna decisión para evitarlos. En la realidad a poca gente le gusta sacar plata de su cartera y las personas hacen lo imposible para esquivar la carga de cualquier tributo.
Si por ejemplo ponemos un impuesto a las carnes, más gente comerá pollo o pescados, si establecemos una penalidad por el consumo de nafta muchos se pasarán a gas y si pretendemos cobrar Ganancias a las horas extra, no sería descabellado que los laburantes no quieran trabajar fuera de turno.
Nótese que no estamos hablando de una conducta ilegal de evadir una responsabilidad fiscal, sino que nos referimos a la legítima libertad para cambiar la conducta de consumidores (o productores) que por ejemplo buscan eludir el impuesto a las bebidas alcohólicas, tomando algo de menor graduación etílica.
Del mismo modo, cualquier empresario que pueda, trasladará a la góndola los mayores impuestos aumentando los precios, o si no fuera posible hacerlo, buscará endosarles la carga a sus trabajadores, a sus proveedores o al que le alquila el local, pagándoles menos por la mano de obra, por los insumos productivos o por el uso del espacio.
Por esta razón enseñamos en la Facultad que una cosa es el contribuyente de iure de un impuesto, que es el que el Diputado tiene en mente cuando sanciona una Ley impositiva y otra cosa es el contribuyente de facto, que es el que efectivamente se termina haciendo cargo o acaba sufriendo las consecuencias de la imposición.
¿Quién paga el impuesto a la renta financiera?
Una de las propuestas de la reforma de Ganancias que acaba de obtener media sanción en la cámara baja, le hace pagar impuestos a la “renta” de los plazos fijos mayores a un millón y medio de pesos. Seguramente con buena intención los legisladores han pensado que ese contribuyente tiene alta capacidad de pago y que de este modo puede ayudar a financiar los menores impuestos para los trabajadores. Las comillas vienen a cuento de que en un país que tiene 20% de inflación, si una persona deposita 2 millones el primero de enero y retira, con intereses, 2,4 millones a fin de año, en realidad no ha ganado nada puesto que el premio que el banco le da por el depósito apenas le permite cubrirse de la inflación. Pero si el plazo fijo no obtiene una renta real, lo que ocurrirá es que el impuesto expropiará todos los años una porción del capital, fundiendo al ahorrista, por más dinero que este tenga.
Pero incluso suponiendo que no hubiera inflación surge la pregunta; ¿Quién paga realmente el impuesto? Porque si el que recibía 20% por su plazo fijo ahora debe compartir con el fisco una tercera parte de esa renta, lógicamente optará por sacar la plata del banco, a menos que la entidad le ofrezca una tasa más jugosa, de digamos un 30%, de suerte tal que al final del año le quede limpio de impuestos lo mismo que le quedaba antes.
Si ese fuera el caso, es obvio que no será la entidad financiera la que pondrá de su bolsillo el 10% de tasa adicional. Después de todo, los bancos no prestan dinero de ellos, sino que son meros intermediarios entre ahorristas e inversores o consumidores. Lo que ocurrirá entonces es que el impuesto lo terminará pagado el que pida dinero en el banco. El contribuyente de facto será el empresario, que ahora tomará menos crédito, producirá menos y contratará menos trabajadores, o el jefe de hogar que tendrá que pagar una cuota más cara para poder ser propietario de su vivienda, o el consumidor que sufrirá la suba del costo financiero de un plan de cuotas para un electrodoméstico o un viaje.
En rigor, es probable conjeturar que algunos ahorristas acaben eventualmente dejando el dinero en el banco y soportando que el Estado sea socio en los intereses. La clave acá son las alternativas; la existencia de inversiones que compitiendo con el plazo fijo no sean alcanzadas por el impuesto y capten entonces esos ahorros. Es probable que la economía en negro sea la ganadora, aunque tampoco se puede descartar que los ahorristas opten por consumir, que sería otra manera de eludir el tributo. En cualquier caso, habrá menos dinero en los bancos; el crédito será más escaso e ineluctablemente más caro. Si encima la tasa que paga el banco apenas cubre la inflación, la cosa se complica un poco más, porque entonces guardar dólares debajo del colchón será una opción más rentable, o menos costosa.
El impuesto al juego es el impuesto al tonto
Lo mismo ocurre con el impuesto a las maquinitas tragamonedas. ¿Alguien piensa que el empresario alegremente pondrá plata de su bolsillo? Si los apostadores no perciben pequeñas diferencias en la frecuencia de pago de las tragaperras, lo que pasará es que en vez de, por ejemplo, pagar premios en promedio una vez cada cinco apuestas, los dispositivos electrónicos abonarán una vez cada seis, haciendo que la mayor parte de la carga sea soportada por los apostadores y no por el capitalista del juego.
Acá también habrá algunos jugadores que opten por abandonar los “bingos” y busquen otra diversión alternativa. Es verdad que muy pocos son conscientes de frecuencias de pago y probabilidades matemáticas, pero si esta conducta fuera masiva, los despidos en el sector deprimirían los salarios de los técnicos que mantienen y regulan las maquinitas, del mismo modo que el eventual cierre de alguna sala haría bajar el precio de los alquileres. El empresario trasladaría, de este modo, hacia atrás la carga tributaria.
Los legisladores hablan con el corazón. Los capitalistas responden con el bolsillo.
fuente: CLARIN
Martin Tetaz es Economista, egresado de la Universidad Nacional de La Plata, especializado en Economía del Comportamiento, la rama de la disciplina que utiliza los descubrimientos de la Psicología Cognitiva para estudiar nuestras conductas como consumidores e inversores. Actualmente es Diputado Nacional.