La semana pasada, el Filósofo Jose Sebreli, parafraseando a Mario Varas Llosa, dijo que la Argentina se había jodido el 4 de junio de 1943, cuando un golpe militar derrocó al gobierno constitucional de Ramón Castillo.

Desde el punto de vista económico, prefiero en todo caso fechar el inicio de la decadencia en 1945, porque Argentina, que venía de una inflación de -0,3% en el año previo, tuvo 19,3% de aumentos en los precios, iniciando un desequilibrio que en ocho años creó una bola de nieve, con subas de precios del 460% en promedio.

La inflación, como es sabido, es un cáncer para la economía porque rompe el sistema de precios, transfiere ingresos de acreedores a deudores, afecta de manera más negativa a los que menos tienen, aumentando la pobreza, transforma a los gremios en una pieza de fuerte poder político, facilita la corrupción, reduce el ahorro y la inversión y destruye la moneda, generando una enorme pérdida de soberanía.

Además, creo que la inflación produce un mal incluso peor que todos esos juntos, porque le permite al Estado cobrar un impuesto que no ha sido legislado, de manera tramposa.

Cuando Alberdi pensó la Constitución del 53, mirando la experiencia de los Estados Unidos, pero también teniendo en cuenta lo que había ocurrido a partir de poder centralizado de la Provincia de Buenos Aires en cabeza de Rosas, tuvo el buen tipo de asignarle al Congreso las potestades de fijación de impuestos, colocación de deuda y emisión de moneda. Consistentemente, le dio al poder legislativo la facultad de establecer el presupuesto de gastos. En la mentalidad del padre institucional de la Patria, los diputados y senadores se hacían responsables del eventual déficit fiscal, explicitando el modo en que este sería financiado.

Los ciudadanos, a su turno, tenían todo el poder para exigirle rendición de cuentas a sus representantes y podían votar en contra de los que expandieran los gastos de manera irresponsable, o los ahogaran con impuestos.

Sin embargo, con la estatización del Banco Central y su posterior perdida de independencia en 1949, el país inició una historia nefasta de fabricación de billetes sin respaldo y estafa a la población. Lo interesante del caso es que ese primer proceso inflacionario fue empujado por aumentos salariales que luego eran convalidados con mayor emisión. El gobierno ganaba así adeptos por las subas salariales y diluía su responsabilidad en la inflación inventando historias conspirativas que ponían la culpa en cabeza de los empresarios, los gremios, o el imperialismo yanqui, según conviniera.

Contrariamente a lo que se piensa, los salarios reales subían por el atraso cambiario y se diluyeron cuando pasó la fantasía del dólar barato.

 

EL SEGUNDO RESPONSABLE

Otra de las consecuencias del proceso inflacionario es que se licuan las bases imponibles de los impuestos a la propiedad y los ingresos, haciendo que en las estructuras de recaudación de los gobiernos nacionales y provinciales pesen relativamente más los impuestos indirectos, que se fijan alternativamente como porcentaje de la facturación (ingresos brutos) o de la agregación de valor (IVA).

El problema de estos impuestos es que, a diferencia con lo que ocurre en otros países del mundo, como por ejemplo Estados Unidos, se encuentran escondidos en la factura final, a punto tal que hoy prácticamente cualquier producto que se vende tiene entre un 40% y un 60% de su precio compuesto por tributos de distinta naturaleza.

Peor aún; como la inflación licuaba los impuestos directos, la respuesta lógica de los gobiernos federales y locales ha sido aumentar sistemáticamente las alícuotas de los tributos indirectos; así, el IVA pasó de 13% en 1973 al 21% actual e ingresos brutos subió su importancia relativa y, según un informe del IARAF, pasó de representar el 56,2% de la recaudación a principio de los 90, a explicar el 75,7% de los fondos propios en la actualidad.

Nobleza obliga; la imposición indirecta fue defendida por el propio Alberdi en “Sistema Económico y Rentístico de la Confederación”, donde critica la reforma tributaria de Rivadavia, por sostener que los impuestos directos son más difíciles de recaudar. Allí reside sin embargo la principal garantía republicana para los contribuyentes.

Puede que para el Estado resulte más fácil colectar impuestos cuando están escondidos, como sucede en Argentina, pero ese camuflaje lastima de muerte el poder que la ciudadanía ejerce sobre los fondos públicos, generando la “ilusión fiscal” de que algunas cosas “las paga el Estado”.

 

SALIR DE LA DECADENCIA

No coincido tanto en la visión Sebreli, de un rayo peronizador que cayó sobre la Argentina en un momento del tiempo transformando la civilización en barbarie. Es cierto que pertenece a Perón la responsabilidad de iniciar el proceso de suba sistemática de los precios que lleva 72 años en la Argentina, pero muchos de los gobiernos que vinieron después, incluyendo el actual, siguieron cobrando impuesto inflacionario.

Por el lado tributario, en las últimas elecciones los tres principales candidatos con chances proponían bajar los impuestos directos y nadie se comprometió públicamente a bajar el gasto; la ilusión fiscal garpaba en votos.

Creo que la salida a la decadencia pasa por devolverle al Legislativo sus potestades presupuestarias plenas y la absoluta responsabilidad sobre el déficit, la deuda, y la emisión. Que los legisladores digan cuanto quieren que gane un docente, cuanto un policía y cuanto un jubilado y que voten los impuestos necesarios para pagar esa cuenta.

Necesitamos que se termine en Argentina de una vez por todas y para siempre, la posibilidad de que el Banco Central emita para financiar al tesoro, y que los impuestos salgan de los bienes y recaigan fundamentalmente en las personas.

Menos IVA, más Ganancias. Menos Ingresos Brutos, mas inmobiliario. Y tolerancia cero a la emisión.