El recuerdo se me antoja un poco difuso. Alcanzo a recuperar el gusto medio amargo de la chocolatada que preparaba mi viejo, la pelea por un remanente de galletitas dulces con mis tres hermanos, la caminata por calle 45, el timbrazo a mi amigo Maxi, la remontada del diagonal 74 hasta 9 y los 100 metros que restaban hasta la puerta de la escuela 2.

Ese año nos habíamos propuesto una pequeña gesta; emulando ese mito de que Sarmiento nunca faltaba, decidimos que acabaríamos el boletín con asistencia perfecta. El primer paro nos tomó por sorpresa. ¿adheriría nuestra maestra de quinto grado? ¿pasarían asistencia? Fuimos igual.

Eran épocas de altísima inflación. En febrero de 1985 los precios al consumidor aumentaron en promedio un 20% solo en ese mes. Un año después, producto del éxito inicial del Plan Austral, el deterioro de la capacidad adquisitiva se había frenado considerablemente, pero a pesar de que las subas en la canasta de bienes registraban en el segundo mes de 1986 solo un 1,6%, según un estudio de Héctor Félix Bravo, los paros en las aulas se multiplicaron pasando de 11 medidas de fuerza en 1985 a 106 huelgas a lo largo y a lo ancho de todo el país, al año siguiente.

Desde entonces, como un DeJa Vu, los conflictos gremiales se repiten año a año, pero ni los docentes logran salarios dignos, ni los chicos aprenden. Si a los gremialistas se los juzgara con la vara resultadista de los técnicos de futbol, ninguno habría durado ni un solo campeonato. Pero, aunque las medidas de protesta evidentemente sean un fracaso rotundo, un puñado de gremialistas a los que paradójicamente no les va tan mal, insisten una y otra vez en el mismo planteo táctico.

Peor aún. La clase media lenta pero sostenidamente ha decidido darles la espalda votando con los pies. Un goteo incesante de padres que se educaron en la Escuela Pública, abandona el sistema y acepta en los hechos la doble imposición que significa pagar los impuestos que supuestamente sostienen el sistema educativo estatal y al mismo tiempo abonar la matrícula de un colegio privado.

Lo cierto es que el sistema pago tampoco funciona mucho mejor. Los resultados de las pruebas estandarizadas como los Operativos Nacionales de Evaluación muestran diferencias muy pequeñas de rendimiento entre los alumnos de escuelas públicas y privadas. Tampoco discriminan los bochazos en los ingresos a las Universidades, ni la espectacular tasa de abandono en el primer año de aquellas facultades con más pruritos para hacer lo que cualquier universidad del mundo hace; evaluar a sus ingresantes.

No parece preocuparles a los padres que los chicos no aprendan. No se observan manifestaciones de protesta porque un graduado del secundario no sepa dividir sin la ayuda de un celular y tenga tantas dificultades para comprender un texto, como para despejar una equis. No hay explosión viral de voluntarios que se ofrezcan a dar clases particulares para que los chicos puedan aplicar el teorema de Pitágoras, o entender que, una sentencia condicional lógica del tipo P entonces Q, no queda invalidada demostrando que hay veces que ocurre Q sin P. No, según un estudio de Emilio Tenti Fanfani, “el reclamo más expresivo por parte de los padres hacia la escuela pública está relacionado con la intermitencia del servicio educativo”.

Es probable que el foco en los paros tenga que ver con que las consecuencias de que los chicos no aprendan ocurrirán en el futuro, mientras que el efecto del paro en términos de organización social del tiempo es inmediato. Es incluso lógico que quien no pondera las consecuencias futuras de fumar, o no ahorrar, por poner solo dos ejemplos caprichosos, también muestre escasa preocupación por los efectos nocivos del embrutecimiento de sus hijos.

Para empeorar el cuadro, como demuestra la investigación empírica de Mariano Narodowsky y Milagros Nores, la fuga hacia el sistema privado no es socialmente homogénea sino que deja a la escuela pública como refugio de los pobres que no tiene la posibilidad económica de escaparse. Este resultado es confirmado por el estudio del Economista David Jaume, quien descubrió que entre 1992 y 2010 la segregación escolar se incrementó entre 30% y 100%, dependiendo del índice utilizado para medirla.

Los continuos paros no solo contribuyeron a privatizar en los hechos la educación en Argentina, sino que son responsables de la destrucción de la escuela pública como igualador social. Esas medidas de fuerza extrema, aplicadas de manera sistemática y recurrente a lo largo de los últimos 30 años han contribuido a estratificar primero la escuela y consecuentemente la sociedad.

Por supuesto, resulta indigno que un docente cobre un salario por debajo de la línea de pobreza, pero también, según las declaraciones del ministro Alejandro Finocchiaro, uno de cada cuatro recibos que paga corresponde a una suplencia. El sistema está podrido y lo sufren tanto los docentes que en su mayoría se esfuerzan por dar lo mejor, como los alumnos que pierden días de clase. Se da así la paradoja de que gastamos más dinero que nunca en educación, pero los maestros están mal pagos y la escuela no funciona.

Tal vez haya que mirar las experiencias exitosas como la del “Incentivo Aula” en Mendoza, que bajó 34% el ausentismo, premiando al mismo tiempo a los docentes cumplidores. Y si no hubiera voluntad política de cambio, existen muchas alternativas para lograr tanto visibilidad como éxito en el reclamo. Por ejemplo, en las redes sociales alguien sugirió dedicar los días de protesta a explicar en clase las consecuencias de la inflación, que es la gran responsable del envilecimiento de los salarios. Alternativamente pueden protestar contra los funcionarios del Ministerio, negándose a recibir a los inspectores o desconociendo los memorandos. Y por supuesto pueden usar las redes sociales para multiplicar las demandas.

En cualquier caso, el paro nunca es una buena idea. La mejor manera de defender la Escuela Pública es haciéndola funcionar.

fuente:ELDIA