De acuerdo con el último relevamiento de la CAME, los consumidores pagamos en las góndolas casi seis veces lo que recibió el productor agrícola a la salida de la tranquera.
De acuerdo con el último relevamiento de la CAME, los consumidores pagamos en las góndolas casi seis veces lo que recibió el productor agrícola a la salida de la tranquera; o puesto en otras palabras, de cada $ 100 que gastamos en el súper cuando compramos frutas o verduras, sólo $ 17 van al bolsillo del que los genera, mientras que los restantes $ 83 quedan en algún lugar de la cadena de intermediación. En el mostrador de los productos ganaderos, la brecha es un poco más chica; los precios de los lácteos y las carnes se multiplican 3,7 veces.
En otras palabras, no nos cuesta mucho producir los alimentos, sino que gastamos mucho más en trasladarlos desde el campoy distribuirlos en las ciudades. Por eso, cuando se produjo la última devaluación de diciembre pasado, a pesar de que el dólar aumentó prácticamente 50%, los alimentos y bebidas, según el Ipcba, sólo subieron 20% en los cinco meses que llegan hasta abril.
Pero sería injusto atribuirle a la devaluación todo ese incremento, porque veníamos en una economía de alta inflación en la que los precios subían incluso cuando no aumentaba el dólar. De hecho, durante el mismo período del año pasado, los alimentos y bebidas se encarecieron 7,9%, de modo que la novedad es que este año subieron 12,1% más que entonces.
Cuidado, no estoy relativizando ni quitándole importancia al aumento. El 12% extra pega de lleno en el bolsillo de los trabajadores y sobre todo erosiona el poder adquisitivo de la gente de más bajos ingresos, que gasta buena parte de su dinero en comer. El punto que quiero tocar es que el impacto de la devaluación no se trasladó, como muchos pensaban, de manera lineal a los precios, sino que estuvo amortiguado por el hecho de que la mayor parte del costo de una manzana, un kilo de arroz, un litro de leche o un pollo paradójicamente no es ni la manzana, ni el arroz, ni la leche, ni el pollo.
Los precios mal puestos profundizan la recesión. Hubo, sin embargo, muchos rubros en los que la formación de precios quedó presa de una técnica útil para contextos inflacionarios pero ineficiente para responder a cambios en precios relativos. Productos de perfumería, golosinas, textiles, electrodomésticos, muebles del hogar y equipamientos de oficina, por poner algunos ejemplos, fueron sectores en los que operó la lógica de poner los nuevos precios mayoristas (o los insumos) en el Excel y dejar que el programa multiplicara por los habituales coeficientes de remarcación.
Esa estrategia efectivamente maximiza los beneficios en mercados de competencia imperfecta, cuando el aumento en los costos de las materias primas obedece a un proceso inflacionario de naturaleza monetaria, porque existe del otro lado del mostrador un aumento concomitante de los medios de pago. Así, en un mundo en que la economía simplemente se infla 25%, por ejemplo, todo aumenta más o menos en la misma proporción y por lo tanto hay convalidación monetaria de los aumentos.
Pero cuando el aumento de los insumos es por una suba del dólar, o por un cambio en las tarifas, no existe en los consumidores un poder de fuego suficiente como para absorber los incrementos en la misma proporción en toda la cadena; y si los formadores se equivocan en los precios que fijan, acaban perjudicándose con menores ventas.
El error profundiza entonces la recesión y acaba obligando a muchos comerciantes a recular en la forma de descuentos y promociones, que en la práctica son un reconocimiento de que se equivocaron con los precios previos a la barata.
La batalla final es en la mente de los agentes. ¿Tuvo alguna chance el Gobierno de conseguir realmente 25% de inflación? Contrariamente a lo que piensa la mayoría, la respuesta es que sí, que si hubiera logrado convencer a comerciantes, gremialistas y consumidores de que efectivamente íbamos a una tasa de aumento de los precios del 2% mensual, por profecía autocumplida hubiera logrado el objetivo, porque cualquiera que unilateralmente hubiera intentado formar un precio por encima de ese valor habría enfrentado una contracción en la demanda de lo que vendiera, fuera eso pan, golosinas, electrodomésticos u horas de trabajo.
Los gremios, por ejemplo, cuando negocian paritarias, miran por el parabrisas y el espejo retrovisor al mismo tiempo. Durante 2015 acordaron aumentos que oscilaron entre el 27% y el 32%, porque por un lado buscaban recuperar el 5% de capacidad adquisitiva que habían perdido en la devaluación de 2014, pero por el otro lado imaginaban una inflación del orden del 25% hasta que pudieran volver a sentarse en la mesa de negociaciones, en 2016.
La única chance del Gobierno de conseguir que aceptaran este año un número cercano a la meta inicial del 25% era convencerlos de que con ese porcentaje cubrirían la diferencia entre la inflación que esperaban para los doce meses anteriores y la que efectivamente se produjo, pero que además esos salarios “llegarían vivos” hasta 2017.
Negociar paritarias en un contexto de inflación es como comprar el helado del 31, a las seis de la tarde, sin un freezer para conservarlo hasta las once. En esas condiciones,resulta vital estimar cuál será la temperatura, para calcular cuánto helado se derretirá en el ínterin. Si mi próxima oportunidad de conseguir un aumento es en marzo, sólo creyendo que la inflación de los próximos meses se desacelerará drásticamente, aceptaré 25%, porque ya de movida necesito cerca de 10% para compensar lo que perdí por culpa de haber negociado el año pasado pensando en una inflación del orden del 25% y haber sufrido aumentos cercanos al 35% (en el interior un poco menos, en AMBA un poco más).
Evidentemente, el Gobierno fracasó en coordinar las expectativas en torno del famoso 25%, pero dada la fuerte desaceleración que estamos observando en la inflación de alimentos y bebidas, que en el mes de abril aumentaron sólo 1,8% en CABA y 1% en San Luis, es plausible pensar que los trabajadores lleguen a agosto con la expectativa de que su salario, como el helado, no se derretirá en los meses que restan hasta marzo-abril de 2017.
Si ello ocurre, el consumo se recuperará en el segundo semestre y los comerciantes, ahora con los precios correctos, capitalizarán la reactivación de la economía.
fuente: PERFIL.COM
Martin Tetaz es Economista, egresado de la Universidad Nacional de La Plata, especializado en Economía del Comportamiento, la rama de la disciplina que utiliza los descubrimientos de la Psicología Cognitiva para estudiar nuestras conductas como consumidores e inversores. Actualmente es Diputado Nacional.