De acuerdo al último ranking mundial de felicidad confeccionado por Economistas de Naciones Unidas, Argentina ocupa el puesto 26; por delante de España, Italia y Francia. Estados Unidos, el país más rico del mundo apenas llega al decimotercer lugar, mientras que Japón tiene 51 países por delante. En el idioma de Cervantes; el dinero no permite comprar la felicidad.

Pero ¿se puede medir la felicidad? ¿acaso no se trata de un estado psicológico absolutamente subjetivo? Para ambas preguntas la respuesta es sí. Hace más de 60 años que encuestadoras internacionales como Gallup incluyen en sus relevamientos preguntas del tipo “Teniendo todos los factores en cuenta y hablando en términos generales, Usted diría que es muy feliz, algo feliz, poco feliz o para nada feliz”. Alternativamente, en esos mismos cuestionarios, emergen preguntas sobre bienestar subjetivo como “Teniendo todos los factores en cuenta y en términos generales, cuan satisfecho esta con su vida en una escala de 1 a 10”.

Si la gente no parece tener problemas para ponerle una nota al boletín de su vida, menos dificultad tenemos los economistas para cruzar luego esas respuestas con otros indicadores socioeconómicos. Y aquí es donde las cosas se ponen interesantes, porque hace 42 años un economista llamado Richard Easterlin descubrió lo que el último ranking mundial confirma; simplemente no es cierto que en los países con mayor ingreso per cápita la gente sea más feliz que en las regiones con ingresos medios. Por supuesto, como demostró la investigadora Carol Graham un tiempo después, el dinero sí importa cuando se pasan necesidades, pero más allá de un umbral de ingresos básicos, más plata ya no hace diferencias en materia de bienestar subjetivo.

 

Tres sospechosos

En el afán por entender un poco más el problema, los investigadores Eduardo Lora y Juan Chaparro descubrieron que en muchos casos a la gente le importa más su posición relativa en la distribución de los ingresos, que el monto absoluto de los mismos. Eso explicaría por qué si se duplican todos los ingresos, aunque todos estaríamos mejor, los indicadores de felicidad no se moverían, en tanto y en cuanto no se modifica el estatus social de cada uno.

La importancia de compararse con otros puede deberse a que necesitamos un punto de referencia para definir nuestras expectativas, pero también es posible que exista una razón innata que no nos deje tan bien parados como especie. En efecto, los animales sociales tienden a ordenarse jerárquicamente para determinar el orden de acceso a los recursos reproductivos y de supervivencia en épocas de escasez. En ese sentido, el sociólogo Thorsten Veblen planteó hace casi un siglo la idea de que buena parte de los consumos que hacemos tienen como objeto no ya la satisfacción de una necesidad de obtener placer individual, sino que se hacen para conseguir estatus y mejorar la posición social relativa.

Un segundo sospechoso es un fenómeno psicológico llamado “efecto habituación”, que da cuenta de que nos acostumbremos rápidamente a las nuevas condiciones, en las buenas y en las malas. Soy de una generación para la que el máximo aspiracional, en plena década del 80, era tener un televisor color de 20 pulgadas. Treinta años después esos dispositivos duplicaron su tamaño y la verdad que la experiencia de ver un partido o una película hoy no nos hace más felices que cuando hace muchos años lo hacíamos en una tele más chica.

La tercera razón que permite entender por qué a pesar de tener más ingresos no somos más felices es que como descubrió el Psicólogo de Harvard Dan Gilbert, tenemos una suerte de mecanismo de supervivencia cognitivo por el que fabricamos felicidad sintética, cuando fracasamos en la obtención de satisfacciones genuinas. Así, cuando no conseguimos ese ascenso que veníamos buscando nos amargamos primero, pero en enseguida empezamos a buscar excusas para justificar nuestro fracaso. Aparecen entonces expresiones como: “bueno, al final mejor que no me dieron el puesto porque iba a tener que viajar mucho”, o “después de todo la paga no justificaba las mayores responsabilidades que habría tenido que asumir”.

 

¿Qué es lo que nos hace felices?

Con su típico tono pausado, humilde y algo campechano, el ex Presidente uruguayo Pepe Mujica lo puso más claro que el agua, cuando en una entrevista que luego se viralizó en las redes sociales dijo que ““inventamos una montaña de consumo superfluo y hay que tirar y vivir comprando y tirando, y lo que estamos gastando es tiempo de vida, porque cuando yo compro algo, o tú, no lo compras con plata, lo compras con el tiempo de vida que tuviste que gastar para tener esa plata, pero con esta diferencia; la única cosa que no se puede comprar es la vida. La vida se gasta y es miserable gastar la vida para perder libertad”.

Con Pablo Schiaffino de la Universidad Di Tella, quisimos chequear la hipótesis Mujica, metiendo preguntas sobre el uso del tiempo en un cuestionario de Gallup Argentina. Cuando cruzamos las respuestas de esas preguntas con las variables socioeconómicas y las declaraciones subjetivas de bienestar, descubrimos que lo más importante no era el ingreso, ni los hijos, ni el estado civil, ni el género, sino que la clave era justamente el tiempo. Más aún; tampoco importaba la cantidad de horas dedicadas al trabajo, ni movían la aguja de la felicidad el tener una vida laboral muy intensa o una dedicación grande a las actividades físicas. El determinante fundamental de satisfacción subjetiva era el tiempo que la gente pasaba con su familia, con sus amigos y en actividades sociales.

 

¿Qué pueden hacer los gobiernos?

Lo que muestran todas las investigaciones internacionales y confirman nuestros propios estudios con datos de Argentina, es que, si bien los ingresos importan en el tramo bajo de la distribución, pasado un nivel de clase media de poco sirve obsesionarse con que sigan creciendo.

Eso quiere decir que el foco de las políticas públicas tiene que estar primero en pasar del eslogan, a la realidad de una apuesta concreta y contundente por la baja de la pobreza. Luego si la clave de la felicidad es recuperar tiempo para dedicarlo a la familia, los amigos y las actividades sociales, quizás haya llegado la hora de copiar el modelo francés de reducción de jornada laboral, buscando converger a semanas de 35 horas de trabajo primero y 30 horas más adelante. Alternativamente podemos estudiar un modelo como el sugerido por el empresario Carlos Slim que planteaba una semana de tres días de esfuerzo y cuatro de descanso.

Tampoco necesitamos que este cambio sea instantáneo. Se trata más bien de elegir que en lo sucesivo y pasado un nivel de ingresos mínimo, las mejoras de productividad que se logren en la economía se traduzcan en menos cantidad de horas trabajadas, en vez de reflejarse en mayores salarios.

La propuesta puede parecer a primera vista demagógica o impracticable, pero si las estimaciones de los tecnólogos laborales son correctas y estamos yendo de manera acelerada a un mundo donde no será necesario trabajar porque la mayoría de las tareas podrán ser automatizadas y llevadas adelante por un robot, pues lo que estoy planteando ocurrirá de todos modos y el debate es en todo caso si el Estado regula y administra esa transición o se da de bruces contra una realidad de alto desempleo estructural que no puede evitar.

fuente:CLARÍN