“Un espectro está surgiendo en el mundo moderno; el espectro de la criptoanarquia”. Así empezaba el escueto manifiesto que Timothy May escribió en 1992, un año antes que la World Wide Web entrara en dominio público, en el que anticipó desde los WikiLeaks, hasta los mercados negros de la Deep web en los que se comercializan armas o sustancias prohibidas.
El ingeniero de Intel profetizaba que “la informática está al borde de proporcionar la capacidad a individuos y grupos de comunicarse e interactuar entre ellos de forma totalmente anónima. Dos personas pueden intercambiar mensajes, hacer negocios y negociar contratos electrónicos, sin saber nunca el nombre auténtico, o la identidad legal, de la otra. Las interacciones sobre las redes serán intrazables, gracias al uso extendido de re-enrutado de paquetes encriptados en máquinas a prueba de manipulación que implementen protocolos criptográficos con garantías casi perfectas contra cualquier intento de alteración”.
Seis años después, el científico computacional de la Universidad de Washington, Wei Dei, desarrolló el primer protocolo para la creación de una cripto moneda que denominó b-money. Tras una década de investigaciones, en octubre del 2008, un autor con el seudónimo de Sotoshi Nakamoto, publicó el White paper del Bitcoin, describiendo los detalles técnicos de su funcionamiento y citando como punto de partida los desarrollos de Dei, lo que hizo que muchos pensaran que se trataba de la misma persona.
Como quiera que haya sido, la moneda virtual debutó en 2010, cuando un minero compró dos pizzas por 10.000 bitcoins. No sabemos qué fue lo que hizo el dueño de aquel restaurante de comidas rápidas de Florida, pero si por casualidad las hubiera conservado, hoy tendría 410 millones de dólares, porque esta semana la divisa se negoció a un precio récord de 41.200 billetes americanos.
Sin embargo, no todo el camino fue color de rosas. A fines del 2017, por ejemplo, coqueteó con los 20.000 dólares por unidad, pero un año mas tarde había perdido el 80 % de su valor y perforaba los 3.700. Ninguna moneda del mundo, ni siquiera el peso, es tan volátil y eso que constituye la principal debilidad en la expectativa de que alguna vez se imponga como moneda de uso generalizado, al mismo tiempo la hace enormemente atractiva para los especuladores que buscan una ganancia rápida, generando una suerte de “fiebre del oro”.
La analogía no es caprichosa, porque el bitcoin se fabrica de manera descentralizada por parte de inversores privados que instalan grandes servidores con capacidad computacional para resolver problemas matemáticos complejos, que liberan monedas, de modo similar a como un minero extrae la roca que contiene el oro.
El costo de producción, entonces, depende esencialmente de la energía necesaria para minar y de ahí que China, con precios regulados tenga dos terceras partes de la capacidad de producción mundial, seguido muy lejos por Estados Unidos, Rusia y Kazajistán. Pero la pregunta del millón es qué es lo que determina su precio y puesto que la volatilidad es extrema no puede ser explicada por los cambios en la productividad o el costo de la minería, sino por los booms y derrumbes de la demanda.
Hasta que llegó la pandemia, no había un tendencia definida; la burbuja del 2017 se había roto y en los últimos veinte meses oscilaba entre los 3.000 y los 12.000 dólares, pero la abundante liquidez mundial como respuesta expansiva de los Bancos Centrales ante el COVID, infló todos los activos, desde las acciones, hasta el oro que empezó el año en 1.500 dólares por onza y lo terminó casi en 2.000. Al principio, las monedas globales no se debilitaron demasiado, pero desde mayo, cuando fue evidente que el virus había llegado para quedarse, apareció la segunda ola en los Estados Unidos y la respuesta de la Reserva Federal fue emitir más dinero, el dólar empezó a debilitarse, llegando a perder el 13 por ciento de su valor y cada rebrote de la pandemia o mala noticia respecto de las vacunas aumenta la expectativa de una mayor emisión, haciendo que algunos analistas como Tom Fitzpatrick, del Citibank, sostengan que el Bitcoin puede llegar a cotizar en torno de 318.000 para fines del 2021.
Profecía auto cumplida
La apuesta del Managing director del Citi no es ingenua. Basta con que algunos le crean para que se sume un nuevo flujo de demanda que haga subir los precios generando un sesgo de confirmación de hipótesis que refuerce las expectativas y fortalezca su reputación. Esa es la base del mecanismo de psicología cognitiva que está detrás del proceso de formación de las burbujas, pero el problema es que si hay un factor que coordine una salida grande de inversores, la ilusión explota y se produce el derrumbe.
Charles Ponzi se hizo millonario, antes de terminar preso, arbitrando sellos postales en Boston, a principios del siglo pasado. El italiano había descubierto que las estampillas internacionales que se vendían en Europa eran más baratas que sus equivalentes norteamericanas y comenzó reclutando inversores para hacer una diferencia honesta. Sin embargo, la afluencia de candidatos lo convenció pronto de que ya no era necesario embarcarse en el engorroso trabajo de importar la materia prima y comenzó a pagar la rentabilidad prometida, con el dinero de los nuevos inversores. Todo marchaba de maravillas, hasta que el periodismo empezó a sospechar y el Post publicó un artículo que demostraba que era imposible que el negocio estuviera sostenido en la compra real de estampillas, coordinando la huida de los inversores. Sin dinero fresco, Ponzi quebró y acabó tras las rejas.
Por supuesto, si el mundo sigue imprimiendo billetes como lo hizo en los últimos 10 meses, el Bitcoin, el oro, las acciones y los precios de las propiedades continuarán subiendo, pero si además de eso hay un fenómeno de inversores que buscan ganancias especulativas, sostenidas en el ingreso de nuevos fondos, la cripto moneda puede volver a colapsar como lo hizo en 2018, tan pronto como dejen de entrar compradores, lo que puede ocurrir si las vacunas resultan exitosas, por ejemplo, o si alguna crisis coordina la salida.
Martin Tetaz es Economista, egresado de la Universidad Nacional de La Plata, especializado en Economía del Comportamiento, la rama de la disciplina que utiliza los descubrimientos de la Psicología Cognitiva para estudiar nuestras conductas como consumidores e inversores. Actualmente es Diputado Nacional.