Capítulo Uno: La gran disrupción

 

Un poderoso químico penetra en sus venas. Las recorre con furia hasta llegar al cerebro. Rober Fisher, el hijo de un magnate de la energía que acaba de morir, aterriza en las tierras de Morfeo, en uno de esos sueños tan reales y profundos que cuesta distinguirlos de la realidad.

Dicen que el secreto para darse cuenta de si uno está soñando es pensar en cómo llegamos a ese lugar. En las creaciones oníricas no existe la solución de continuidad; de pronto aparecemos en medio de una escena barajada por una mezcla de recuerdos, proyecciones y miedos, que comparten con el Big Bang la carencia de un pasado.

La lluvia corre torrentosa por una calle de un distrito financiero que podría ser el de Londres, si no fuera porque los taxis tienen el volante a la izquierda. El heredero muerde el anzuelo, detiene el taxi y termina siendo secuestrado por una banda que no pide rescates; roba ideas. El extractor personificado por Leo DiCaprio sube al empresario a una camioneta y lo mete en un segundo nivel de somnolencia; un sueño dentro de un sueño.

El objetivo es ganar tiempo que, como es sabido, corre más lento en la vida paralela que dibuja el inconsciente, dando la sensación de que han pasado horas, cuando en realidad la actividad neuronal asociada se reduce al espacio de los minutos. Lo que Fisher no sabe es que ese reloj se ralentiza aún más en el subsueño, dándole a Cobb el tiempo suficiente no ya para sacar una idea de la mente de la víctima, sino para implantarle un recuerdo nuevo, que cambie su pensamiento y lo lleve a dividir su conglomerado de empresas.

El guion de El origen le llevó ocho años a Christopher Nolan y, aunque no hay modo de saberlo a ciencia cierta, resulta plausible la conjetura de que este filme sea en realidad una metáfora del psicoanálisis.

Hasta acá todo puede parecer un delirio de la ciencia ficción. Sin embargo, los neurocientíficos del MIT Steve Ramírez y Xu Liu publicaron un artículo en la revista Science demostrando cómo le implantaron un falso recuerdo en el cerebro de un ratón, utilizando una técnica de estimulación optogenética.

Si resulta tecnológicamente posible sembrar en la memoria episódica un recuerdo de una cosa que no pasó, entonces no estamos tan lejos de la ciencia ficción en la que Leo DiCaprio le implantaba a Fisher una idea disruptiva que lo motivaba a cambiar su comportamiento. ¿Sería factible entonces que podamos “cargar” en nuestro cerebro experiencias completas de cosas que nunca ocurrieron? ¿O borrar recuerdos traumáticos? ¿Cuánto falta para que el negocio de las agencias de viajes tenga que competir con los supermercados de memorias? Después de todo, si usted tuviera que elegir entre dos semanas en el Caribe, perdiendo la memoria del viaje al regreso, o una sola semana, pero conservando intacta la memoria, ¿con cuál se quedaría? ¿De veras no recuerda que pasó una Navidad en Nueva York?

Permítame doblar la apuesta. Si pudiéramos decodificar el conjunto de conexiones neuronales que permite almacenar un concepto, una fórmula, un conocimiento particular, ¿seríamos Wikipedia?

Aun si eso no fuera posible, hace veinticinco años para averiguar un dato había que caminar hasta la biblioteca, pedir un libro, buscar en el índice y sumergirse en la lectura. Hoy solo necesitamos un par de segundos para googlear en nuestro celular. ¿Cuánto falta para que perfeccionemos un poco más la interfaz de manera tal que no sepamos distinguir si el conocimiento de que Luanda es la capital de Angol provino de un lugar recóndito de la memoria o del Google conectado a nuestro cerebro?

¿Qué pasaría con la educación si pudiéramos comprar memorias de clases o tener un acceso instantáneo a cualquier fuente de saber?

Los escépticos recordarán que en La memoria de Shakespeare – libro de Borges compuesto por cuatro cuentos -, Hermann Soerger acepta recibir la memoria del autor, y aun así el personaje de Borges no logra ser Shakespeare. Por analogía, es razonable pensar que incluso con un Aleph a través del cual fuera posible inspeccionar todas las memorias del mundo, no seríamos Google.

Pero la ciencia del futuro no se queda en cosas tan pequeñas como convertir a Google en un apéndice de nuestra memoria. En Palo Alto, California, un conjunto de científicos de frontera están pensando cómo será la vida cuando llegue la singularidad; el momento del tiempo en el que la inteligencia artificial supera a la humana. Según el historiador Yuval Harari, el homo sapiens llegaría a su fin, entregando la posta al homo deus.

Las implicancias de semejante avance son tan controvertidas como extraordinariamente disruptivas para la vida tal y como la conocemos. Si los científicos que trabajan en esta frontera están en lo cierto y la conciencia puede ser descargada en una computadora, pues no será necesario el torpe y fallido hardware de carne y hueso que la soporta, permitiendo que “las personas” viajen por la tierra y el espacio a través de internet y con la velocidad con que hoy se envía un paquete de datos. Los extraterrestres no tendrán cara de marcianos; serán flujos de información.

Más aún; si cada uno de los recuerdo y características psíquicas que nos constituyen se puede resumir a un conjunto de conexiones sinápticas que pueden ser copiadas en un disco rígido, pues podríamos declarar la muerte… de la muerte.

Por supuesto, hasta el momento las hipótesis de esta universidad futurista son más bien un puñado de relatos de ciencia ficción informada; una posibilidad entre tantas bifurcaciones factibles del futuro. Aunque también es cierto que muchas de las tareas que dan sustento a los hogares hoy están siendo automatizadas por robots de inteligencia artificial, que las impresoras 3D pueden fabricar caseramente la mayoría de los productos industriales, y que los algoritmos están uberizando las viejas formas de intermediación, desde el transporte hasta los servicios financieros, pasando por los medios de comunicación y los comercios. La disrupción ya está ocurriendo y, por ejemplo, Elon Musk, el creador de los autos autónomos que se manejan solos, ahora se diversificó y esta mejorando las interfaces entre el cerebro y las computadoras, creando un link (Neuralink) que graba las activaciones neuronales que se producen cuando gente discapacitada, sin movilidad, piensa en tocar un botón o mover un mouse, para que pronto puedan controlar dispositivos con el pensamiento.

Al mismo tiempo, emerge casi con tanta fuerza como el entusiasmo por las oportunidades de la ciencia un escepticismo de muchos tecnólogos que piensan que las oportunidades que brindará el futuro cercano están sobreestimadas y que, en todo caso, asistiremos a la convivencia de desarrollos extraordinariamente innovadores, con la persistencia de tradiciones y pautas culturales, dando lugar a una especie de sociedad de sistemas de producción y consumo solapados con una tremenda desigualdad en materia de velocidades de desarrollo tecnológico.

Es plausible plantear que la singularidad será, para ponerlo en palabras del diseñador futurista Maurice Conti, el principio de la era de la cognición aumentada.

Aunque muchos autores como Ray Kurzweil, Alejandro Melamed, Sebastián Campanario, y Santiago Bilinkis, por mencionar algunos, han aportado a las especulaciones sobre la velocidad y profundidad que el cambio tecnológico efectivamente producirá, menos se ha buceado en las preguntas de fondo sobre los efectos sociales y económicos de semejante revolución.

Nada será igual. Un viaje a la economía del futuro plantea, en primer lugar, la discontinuidad y ruptura social que el shock tecnológico puede producir, incluso bajo los supuestos más conservadores, y busca contestar luego varias preguntas cuyas respuestas trazarán los contornos de la nueva estructura social.