En la Teoría General, Keynes decía que nuestro conocimiento para calcular el rendimiento probable de una inversión en los próximos 10 años era muy limitado y a veces nulo y los inversores se basaban más en el ambiente político y social; en el clima de negocios, para tomar sus decisiones. Cito textual “…las decisiones humanas que afectan el futuro, ya san personales, políticas o económicas, no pueden depender de la expectativa matemática estricta, desde el momento que las bases para realizar semejante cálculo no existen y que es nuestra inclinación natural a la actividad la que hace girar las ruedas, escogiendo nuestro ser racional entre las diversas alternativas lo mejor que puede, calculando cuando hay oportunidad, pero con frecuencia hallando el motivo en el capricho, el sentimentalismo o el azar”.

Y eso que Keynes no conocía la Argentina. A las peripecias normales de los negocios en cualquier lugar del mundo hay que sumar la posibilidad (bastante alta) de que el gobierno cambie las reglas, ponga nuevos impuestos o directamente expropie, de que los gremios extorsionen  como acaba de ocurrir con Wallmart, donde por un cambio de firma obligaron a los nuevos dueños a indemnizar a todo el personal como si lo hubieran despedido, pero también la posibilidad (letal para las pymes) de que un trabajador haga juicio por razones que van desde un accidente doméstico disfrazado de “in itinere”, hasta la simple intención de abandonar la firma yéndose con dinero. Los empresarios locales no solo tienen el espíritu animal del que hablaba Keynes sino que parecen kamikazes en plena segunda guerra.

Nótese que no he hablado aún de los costos de producción; los factores hasta ahora mencionados aportan a la incertidumbre del negocio, que en parte es radical, en el sentido keynesiano de que no tenemos la menor idea de cuando caerá la próxima bomba ni conocemos siquiera la función de probabilidad que gobierna la frecuencia de las caídas.

Optimistas por naturaleza

Sin embargo, los argentinos somos optimistas por naturaleza y siempre pensamos que nuestras desgracias son transitorias y que el futuro será mejor, como lo ilustra el índice de confianza del consumidor que publica la gente de la Universidad Di Tella, donde sistemáticamente las expectativas de mediano plazo superan a las de corto, sobre todo en las crisis.

Abusando de nuestro optimismo, en la última semana los principales dirigentes del gobierno aportaron su granito de arena a la incertidumbre general. Primero fue el presidente que ya se sabe que es adepto a maridar el discurso de acuerdo al paladar del comensal, pero que en Rusia parece no haberse enterado de la Perestroika porque en el Foro económico de San Petesburgo dijo que “es hora de entender que el capitalismo tal como lo conocimos hasta la pandemia, no ha dado buenos resultados, ha generado desigualdad e injusticia”. No se sabe cuál es la alternativa en la que está pensando Fernández, si es volver a una economía de planificación centralizada, o construir un estado de bienestar nórdico, pero lo que si sabemos, parafraseando a Churchill es que aunque el capitalismo tenga muchos defectos, todos los otros sistemas que conocemos son peores.

Más tarde fue el turno del jefe de gabinete, que en su visita al Congreso dijo que “en ningún país del mundo hay inversiones porque se bajen los impuestos. Las inversiones van donde hay demanda. En ningún país del mundo hay inversiones porque haya flexibilización laboral o donde haya una aversión al medioambiente”.

La regla lógica es clara; para probar la falsedad de una afirmación basta con un contraejemplo: Irlanda, que en 1985 tenía un PBI per cápita de 20.000 dólares actuales (entre Uruguay y Grecia), con 30 por ciento de la población en la pobreza, pero bajó la tasa del impuesto a las sociedades del 50 por ciento al 12.5 por ciento generando un boom de inversión que multiplicó el ingreso por 4 y bajó la pobreza al 13 por ciento.

Está claro que poca gente invierte en medio de una recesión, aunque le bajen los impuestos y le regalen los trabajadores; chocolate por la noticia. Pero menos aún van a arriesgar capital si los impuestos suben y la relación laboral se convierte en una aventura de riesgo extremo.

Estabilidad macroeconómica

La estabilidad macroeconómica es una condición necesaria para generar un proceso de desarrollo sostenido. Más aún; como nuestro país tuvo 15 crisis macro severas en los últimos 75 años, los negocios tienen incorporada la expectativa de una crisis por lustro y si su rentabilidad les permite sortearlas no cuesta mucho imaginar el boom que se produciría con 20 o 30 años de estabilidad; de hecho, tanto los 90, como los 2000 han sido botón de muestra de esa posibilidad.

Según un estudio de Ferreres y asociados, Argentina tiene un stock de capital por trabajador potencial (PEA) que es hoy casi 15% mas bajo que el que teníamos en 2012, cuando se estancó la economía y no computamos aún el impacto de la pandemia. Tiene razón el presidente cuando dice que cada vez parecemos menos un país de ingresos medios y nos estamos convirtiendo en uno pobre. Somos 25% mas pobres en nuestro producto potencial por trabajador, de lo que éramos cuatro décadas atrás y solo se puede revertir con estabilidad macro, previsibilidad en las reglas de juego y un ambiente favorable para los negocios, con mercado de capitales, moneda estable, crédito, impuestos razonables, nuevas leyes laborales y una burocracia proactiva.

 

nota publicada en ELDIA.com