El lunes 5 de julio de 1982 Italia eliminó a Brasil e Inglaterra despachó a España de su propio mundial. Unas horas después, en el Ministerio de Economía, José María Dagnino Pastore, que acababa de asumir en la transición de Bignone, anunciaba el desdoblamiento cambiario con un tipo de cambio comercial de 20.000 pesos por dólar y uno financiero a tiro de oferta y demanda, mientras que las tasas de interés se fijaban en un 6 por ciento mensual, cuando la inflación del mes anterior había sido el 7,8 por ciento.
Los que tenían deudas en pesos descorchaban champagne y a los que se habían endeudado en dólares se les dio un seguro de cambio al valor del dólar comercial, para evitar que quebraran por no poder pagar sus deudas. A la postre esas deudas se ajustaron por la tasa artificialmente baja establecida por el Central y acabaron siendo licuadas por una inflación que resultó en promedio del 13 por ciento mensual durante un año, pero el BCRA se quedó con el muerto y Alfonsín tuvo hacerse cargo de la factura.
Desde 1982 a la fecha el Banco Central multiplicó la cantidad de dinero mil cuatrocientas millones de veces. Literal. En el pizarrón, que suele ser el mejor escenario, es probable emitir sin que se deprecie el signo monetario si logramos aumentar el nivel de actividad en la misma proporción, puesto que una economía más dinámica tendrá más transacciones y requerirá más dinero. Pero si el PBI crece 5 por ciento y la emisión es tal que la cantidad de dinero aumenta 35 por ciento, pues habrá un 30 por ciento de pesos sobrantes, que no tendrán demanda transaccional.
En algunos países que gozan de una moneda solida y estable, sin inflación, es probable que ese dinero extra se mantenga en el bolsillo del caballero o la cartera de la dama, igual que como se mantiene un bono del estado, como un activo financiero que sirve de puente entre el ingreso de hoy y el consumo de mañana. En un entorno inflacionario, en cambio, quedarse con los pesos es como guardar en el horno el helado que sobro de la fiesta de anoche y si el Estado quiere evitar que esa impresión extra de billetes se vaya al dólar, o a otros activos, necesita que las tasas de interés renumeren al menos la inflación esperada, más un margen de error en la estimación. Así y todo, si el público percibe que habrá una devaluación huirá del peso, como los chicos escapan de la lava, sin que la tasa pueda frenarlo.
En lo que va del 2020, el BCRA imprimió y le giró al tesoro 1.705.500.000.000 pesos, que equivalen a dos veces la cantidad de circulante que tenía toda la economía cuando asumió el Gobierno, el pasado 10 de diciembre. Si la base monetaria no se multiplicó por tres, fue porque el 75 por ciento de esa emisión fue absorbida por las Leliqs: esa bola de nieve con la que el presidente prometía que iba a pagar un aumento del 20 por ciento a los jubilados y que en cambio acabó duplicándose. Sin embargo, casi medio billón de pesos se sumó al circulante y hoy presiona al tipo de cambio.
Si hubo cuatro millones de compradores de dólar ahorro en agosto, si las empresas le sacaron casi 4.000 millones de dólares para el pago de deuda en moneda extranjera a la entidad y si los importadores consumieron 800 millones más en agosto de este año, a pesar que según el INDEC las compras al exterior cayeron 20,4 por ciento en relación al año pasado, es porque sobran muchos pesos y no aumentó en la misma proporción la generación de dólares. Por esa razón el tipo de cambio oficial no refleja la escasez relativa de divisas y por eso el dólar paralelo legal subió 75 por ciento en lo que va de 2020.
No hay, en rigor, ningún comportamiento cultural característico del argentino promedio, ni tenemos tampoco rasgos psicológicos idiosincráticos. No es culpa de los medios, ni de los empresarios con poco sentido nacional. Es culpa del Banco Central.
Fue la autoridad monetaria la que en los últimos 38 años sistemáticamente atentó contra su moneda, a punto tal que, si los ladrones de la Casa de Papel se hubieran robado todo el circulante monetario de 1982 y lo hubieran enterrado en un campo, hoy todo ese botín tendría el valor de una moneda de un peso.
Lo que ocurre es que Argentina, sin moneda ni crédito, o sea sin confianza, no podía darse el lujo de una cuarentena eterna que, en una suerte de doble Nelson, bajara los ingresos fiscales, por la menor actividad, e incrementara los gastos, por el paquete COVID (IFE+ATP básicamente). Lo que está sucediendo hoy en materia financiera es la consecuencia del modo en que el gobierno gestionó la pandemia, porque cada día de cuarentena obliga a emitir mas billetes de Estanciero. El mismo Banco Central que destruyó la moneda, multiplica los papeles pintados y se sorprende de que la gente no le crea y que todos busquen cambiarlos por moneda dura, o por cualquier cosa que conserve más fácil su valor.
El dinero no tiene valor intrínseco y la única razón por la que lo aceptamos es porque confiamos en que un tercero nos lo recibirá más adelante. Esa ilusión es la misma que sostiene el crédito, toda vez que quien lo entrega cree que el deudor podrá (y querrá) cumplir con su compromiso.
La moneda y el crédito son manifestaciones de confianza. El derrumbe del peso y la suba del riesgo país, son la prueba de que los que ponen la plata donde ponen la boca, no les creen.
Martin Tetaz es Economista, egresado de la Universidad Nacional de La Plata, especializado en Economía del Comportamiento, la rama de la disciplina que utiliza los descubrimientos de la Psicología Cognitiva para estudiar nuestras conductas como consumidores e inversores. Actualmente es Diputado Nacional.