Lo primero que hizo el gobierno de Alberto Fernández cuando asumió en diciembre del 2019 fue continuar con el ajuste fiscal que venía llevando adelante la anterior administración. Disfrazado de solidario, aprobó un paquetazo que combinaba la suba de impuestos (bienes personales, retenciones y PAIS) con un monumental recorte de jubilaciones y gastos de la ANSES, los que, suspensión de formula mediante, acabaron creciendo diez puntos porcentuales por debajo de lo que les hubiera correspondido con el cálculo de movilidad previo.

Tres meses después llegó la pandemia y el presidente erró el cálculo, embarcándose en una cuarentena demasiado larga que no iba a poder pagar. La enorme consolidación fiscal que se había conseguido entre 2018 y 2019 se diluyó y el BCRA terminó el año emitiendo dos billones de pesos ($2.016.000.000.000) para financiar al Tesoro, comprometiendo seriamente el balance del banco. Para que semejante masa de dinero, que equivale al doble de lo que había en circulación a principios de año, no reventara la inflación, la entidad absorbió por un lado dos terceras partes de la fabricación de billetes, con Leliqs y Lebacs, mientras que en simultáneo construía un dique con precios máximos, tarifas congeladas y cepo al dólar.

El sobrante de pesos se filtró primero a los dólares alternativos, incrementando la brecha, y en los últimos tres meses del año aceleró la inflación, que corrió en el cuarto trimestre a una velocidad anualizada del 54%, gracias a los precios máximos y a las tarifas congeladas, porque alimentos y bebidas remarcaron a una velocidad del 59% y los precios núcleo (los que no controla el Gobierno) volaron al 62%.

LA SEGUNDA OLA

En ese contexto, 2021 se presenta como un año con una primera gran incertidumbre asociada a la pandemia. El presupuesto aprobado en el Congreso supone que el virus quedó atrás, pero como la reciente escalada de casos lo sugiere, lo más probable es que el gobierno tenga que volver a medidas restrictivas como las que frenaron la actividad entre marzo y junio del 2020. Lejos del discurso oficial, si algo demostraron los datos es que no fue la pandemia sino la cuarentena la que hundió la actividad. La economía cayó 26% entre marzo y abril, prácticamente sin casos, y se recuperó 27% en los seis meses siguientes, mientras los casos escalaban y hacían pico.

Es difícil imaginar al sector privado invirtiendo o contratando personal hasta que esa incógnita se despeje. Pero además será muy complicado bajar la velocidad a la que vienen los precios si es necesario seguir emitiendo pesos que nadie quiere. En un escenario de cuarentena y con jubilaciones y salarios desconectados de la inflación, colapsará el intento de recuperar la economía por el lado de la demanda, como quiere Cristina, si los precios corren más de 20 puntos por encima de lo proyectado por el gobierno.

Sin embargo, una ilusión estadística jugará a favor del oficialismo, porque aún si la economía no creciera más en los próximos meses y se congelara en los niveles de noviembre pasado, en la comparación, el segundo trimestre del 2021, cuyo dato se conocerá en plena previa electoral (septiembre), podría quedar por mero arrastre numérico 12,1% por encima del mismo período del 2020, dando la falsa sensación de un fuerte crecimiento.

Dicho eso, la variable clave que más correlaciona con el resultado electoral de un gobierno no son el crecimiento del PBI ni la inflación, sino el índice de confianza del consumidor (ICC- UTDT), que hoy está en niveles apenas superiores a los de junio de 2009 (39 puntos, contra 37 de entonces), cuando el oficialismo sacó 29% de los votos y perdió la provincia de Buenos Aires.

A favor del gobierno, la confianza depende de la variación del tipo de cambio (se deteriora con las devaluaciones y mejora con las apreciaciones), de modo que a medida que se acerquen las elecciones crecerá la presión política por la apreciación del peso, implicando un mayor endurecimiento del cepo si no abundan las divisas. Luego está la incertidumbre política que puede dirimirse (o no) en las elecciones de este año. ¿Insistirá el gobierno en la convergencia fiscal, que facilitaría un acuerdo con el FMI, o primará el ala K más propensa a los controles de precios y salarios, maridados con abundante emisión para “hacer política”?

Con la inflación observada en los últimos meses y las necesidades electorales de emisión, es poco probable que el gobierno relaje controles de precios, actualice tarifas y flexibilice el cepo. Más bien la experiencia histórica del peronismo (1952-1955, 1973-1975 y 2011-2015) nos enseña que debemos prepararnos para un endurecimiento del cepo y de los controles, que harán que la administración post-2023 tenga que enfrentar nuevamente un problema de precios relativos, que sesgará la producción en contra de las exportaciones, la energía y la infraestructura.

Recién a fin de año, cuando por vacunación o contagios masivos la pandemia haya quedado atrás y esté más claro el grado de populismo en el manejo de la economía, veremos cuál es el modelo de negocios de Argentina. ¿Se profundizará el fallido modelo de sustitución de importaciones para favorecer a los industriales amigos con buen poder de lobby o habrá una integración inteligente al mundo? ¿Fomentaremos las exportaciones o insistiremos en el mito del mercado interno? ¿Resurgirá un peronismo racional del centro o se consolidará el espacio de Máximo Kirchner, que busca poner en discusión el rol de la propiedad privada y avanzar a una constitución como la del 49? Las respuestas, a fin de año.

Artículo publicado en SEUL el 17/01/2021