Digámoslo sin eufemismos: la inflación es una enfermedad mortal, pero no solo porque reduce el poder adquisitivo de los trabajadores y hunde a los más vulnerables en la pobreza, sino sobre todas las cosas porque rompe el funcionamiento del sistema de precios, debilita la competencia y profundiza el subdesarrollo.
En las economías colectivistas de planificación centralizada, un ministerio releva los recursos y las necesidades de la población, para disponer de manera autoritaria qué producir, cómo hacerlo y para quien distribuirlo.
En una economía de mercado, ese trabajo lo realizaba de manera descentralizada y democrática el sistema de precios. Así, cuando hay faltantes de algún producto, su precio sube, dándole incentivos a los productores para que inviertan y fabriquen más, al tiempo que se desalienta el consumo y viceversa; cuando se relaja la escasez bajan los precios para que los recursos destinados a la producción se dediquen a otra cosa y los consumidores aprovechen la mayor abundancia. En períodos de alta inflación, sin embargo, la volatilidad y dispersión de los precios no hace posible que los consumidores y los productores tomen buenas decisiones; por ejemplo: nadie sabe si un par de zapatillas vale 10.000, 15.000 o 20.000 pesos y ese desconocimiento a veces favorece a los careros y otras veces desalienta la operación.
Pero, además, en los países que no tienen moneda la gente ahorra menos y cuando lo hacen prefieren la reserva de valor en moneda extranjera, afectando por partida doble al desarrollo. En primer lugar, porque sin financiamiento hay menos inversión y, por lo tanto menos crecimiento de la economía y, en segundo lugar, porque al incrementar la demanda de dólares para atesoramiento, aumenta el tipo de cambio real que necesita la economía para equilibrar su sector externo, lo que a su turno ocasiona salarios reales más bajos, por la conocida relación inversa entre las remuneraciones y el precio del billete americano; dólar caro, salarios bajos, dólar barato, salarios altos.
Como consecuencia, la Argentina ha tenido 15 crisis severas de balance de pagos en los últimos 75 años y todo el crédito doméstico apenas llega al 8% del PBI, en contraste con el 45% de Brasil o el 80% de Chile. Con una moneda estable no solo evitamos la próxima crisis, sino que liberamos entre 37 y 72 puntos de crecimiento económico que hoy no tenemos, por falta de crédito para la producción.
Por si todo esto fuera poco, la inflación empodera artificialmente a los gremios, porque con la fuerte caída en el poder adquisitivo de los salarios, a los trabajadores les va la vida en cada negociación paritaria.
Finalmente, la evidencia científica demuestra que la inflación favorece la corrupción, porque las empresas que le venden bienes y servicio, o construyen para el Estado, elevan los precios de las licitaciones en la búsqueda de una cobertura por el deterioro de la moneda, de modo que para cualquier agente de control resulta difícil comparar precios de distintos momentos del tiempo o entre jurisdicciones, mientras que es mucho más fácil esconder una coima disfrazada de sobreprecio por inflación.
Por todas estas razones, la prioridad número uno del próximo gobierno tiene que ser matar a la inflación, lo más rápido que sea posible.
La dolarización no es una buena idea
No cabe dudas que el resultado de reemplazar al peso por el dólar sería el de converger a la inflación de Estados Unidos, porque reemplazaríamos un régimen monetario altamente inflacionario por uno de mayor estabilidad, pero podemos lograr un resultado similar usando, como de hecho ya se hace en ciudades de frontera, el guaraní de Paraguay, el peso boliviano, el real de Brasil o el peso chileno.
Entre todas esas opciones, el mejor es el real, porque Brasil es nuestro principal socio comercial y, como lo demuestran los episodios de enero de 1999 y el más reciente de la pandemia, nuestra economía no soporta una devaluación de Brasil sin un fuerte impacto en el nivel de empleo, pero también en las reservas, a través del déficit de la balanza comercial. Enfrentar un shock de esas características en un contexto de dolarización, profundizaría la recesión en nuestro país.
Pero, además, hay razones políticas que favorecen abandonar el peso por el real. Hace 35 años, cuando Alfonsín y Sarney pensaban las líneas gruesas del Mercosur, especulaban con una moneda común de la región y la idea volvió a tomar fuerza hacia el final del gobierno de Mauricio Macri. Del otro lado de la frontera, tanto Bolsonaro como Lula se han manifestado en favor de explorar esa posibilidad.
Una convertibilidad con el Real
En la práctica, nuestra urgencia por estabilizar aconseja empezar por una suerte de convertibilidad con el real, fijando el límite superior del tipo de cambio de nuestra nueva moneda al de los brasileños y dejando que flote hacia abajo, para darle un colchón que permita amortiguar un eventual shock transitorio. El Banco Central quedaría obligado a vender todos los reales que el público le pida al nuevo tipo de cambio que se fije como techo, mientras que los particulares y las empresas podrían indistintamente elegir moneda argentina, reales o dólares, para hacer sus contratos.
La convertibilidad con el real solo requiere un acuerdo con el Banco Central de Brasil, para que nos provea de reservas suficientes como para cubrir los depósitos y la base monetaria, con la ventaja de que es algo que puede implementarse durante los primeros días del nuevo gobierno. Incluso esas reservas pueden ser de uso opcional, en la forma de un swap como el que ya tenemos con China, que se puede activar solo en el caso de que la gente masivamente quiera ejercer su derecho de usar reales en vez de pesos, sin pagar ningún costo si la convertibilidad funciona con mayor demanda de moneda local.
La estabilidad monetaria casi instantánea le daría al flamante gobierno el capital político para encarar reformas más complejas, pero no menos necesarias, como una ley de emergencia laboral para Pymes (para terminar con la industria de los juicios y permitir la creación de un millón de puestos de trabajo en los primeros dos años), una reforma impositiva que le quite los impuestos a la producción, a las exportaciones y al empleo y una reestructuración del Estado que elimine los regímenes jubilatorios de privilegio, cancele los subsidios a las empresas públicas deficitarias y borre del mapa los mecanismos de “compre caro” que engrosan los bolsillos de los empresarios amigos del poder, junto con la burocracia fulminante de trámites inútiles y costosos.
Cualquier alternativa gradualista en materia monetaria sería políticamente suicida, porque consumiría rápido el apoyo de una sociedad golpeada y defraudada que en 2023 apostará, quizás por última vez, por un cambio radical. Finalmente, la convertibilidad con el Real puede pavimentar el camino para la construcción de una moneda común del sur.
Nota publicada en LaNación.com
Martin Tetaz es Economista, egresado de la Universidad Nacional de La Plata, especializado en Economía del Comportamiento, la rama de la disciplina que utiliza los descubrimientos de la Psicología Cognitiva para estudiar nuestras conductas como consumidores e inversores. Actualmente es Diputado Nacional.